Tempus Fugit




Tempus Fugit. En la penumbra de los reinos antiguos, tres coronas se alzan como brasas en la arena del tiempo:

Salomón, sabio de enigmas y juicios; Gilgamesh, viajero de lo imposible; Asurbanipal, guardián de tablillas y mitos. Todos vistieron el oro y la púrpura, todos pronunciaron la palabra “eterno” como si fuese posible sostenerla. Pero cuando el reloj de arena marca cero, cuando la piel se disuelve en mitos y silencio, surge la calavera, nítida y desnuda, sinecdóque de un pasado que fue. Los engranajes giran, el mecanismo del cosmos no se detiene, y el número tres —grabado en la frente— recuerda que estos tres reyes solo son piezas de la rueda sin piedad. Oh, vanitas, vanitatis, qué inútil es la soberbia del mármol, qué fútil el poder escrito en bronce.

Solo un gesto atraviesa las eras, solo un acto infinito vence al tiempo como espada de luz:

el Amor Altruista, llama que convierte la muerte en semilla, el único rostro de lo inmortal en la danza perpetua de la ruina. Así hablan los huesos, así calla el reloj. El resto es vanidad, tanto rey, como mendigo, se vuelven memoria en la sombra del eterno tempus fugit.

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